Cuando alquilé el departamento
para transitar nuestro primer espacio de convivencia, llevé 3 peluches y se los
presenté como sus compañeros para dormir. Siguiendo mis medidas indicaciones,
cada noche que dormimos ahí, abrazaban a sus muñecos.
Al venir a pasar su primer fin
de semana a nuestra casa, trajeron a sus compañeros apretaditos en sus manos
durante casi todas las horas del viaje. Y así volvieron a su ciudad unos días
después.
El día que egresaron del
hogar, la mudanza del departamento ya la había hecho unos días atrás, así que
cuando entraron a casa y fueron a sus piezas, se encontraron a sus compañeros
de viaje esperándolos a cada uno en su cama.
Durante los primeros años,
surgieron pequeñas crisis, miedos, tristezas, recuerdos, rencores y
resignaciones. Ante esto, se aferraban a sus muñecos: “sus compañeros en los
grandes cambios”.
Hoy quiero revivir mis días
allí, la ciudad que hace dos décadas me robó a mi hermana (ella estaba viviendo
allí cuando enfermó) y que hace 4 años me regaló a estos tres tesoros.
Fue pensado como unas
vacaciones más pero fue sin duda mucho más que eso.
En la etapa de vinculación,
iba dos veces por semana a verlos. Los horarios de los micros eran pocos porque
estábamos fuera de temporada. Así me encontraba yo, yendo a la mañana para
verlos dos horas a la tarde, y volviéndome de noche, más que nada “haciendo
tiempo” por la calle, por la playa.
Esta vez fue volver a andar
por esas calles donde deambulaba llena de miedo, cuestionándome cada acción,
replanteándome si era la vida que quería esa que estaba por emprender.
Recuerdo el dolor de mis pies
del eterno caminar hasta que se hiciera la hora de ir al hogar a verlos o de
volver a casa. Estaba cansada de esas calles, de ese cielo y hasta de ese mar.
Y aunque había hechos que sucedieron una sola vez, los pensaba en pretérito
imperfecto. Cuando íbamos al cine-fuimos una sola vez-, -cuando cenábamos
frente al mar- lo hicimos una sola vez. Pensaba, y sigo pensándolo, recordando
todo lo que pasé, todo lo que hice, todo lo que aguanté, todo lo que superé: de
verdad pude hacer todo eso?
Pero esta vez recordé todo ese andar con una
sonrisa.
Caminé esas calles nuevamente
pero con los chicos. Recordaron nuestras primeras salidas, y para mi sorpresa,
noté que ellos también sentían nostalgia del corto recorrido juntos por allí, en su ciudad natal-como bien la llama
él.
Revivimos varias andanzas: el
shopping, los juegos, la plaza, el patinaje sobre hielo, los caprichitos en las
tiendas (una se vino con una brújula!!!)
Estuvieron por primera vez
alojados en un hotel. Toda una aventura! Lo mejor: el desayuno de reyes, como le
decían.
Volvimos a ver a gente muy
querida, las familias voluntarias que los contuvieron durante sus años de
institucionalización. Hubo muchos abrazos de esos que son tan reales y sinceros
que aplacan cualquier pena momentánea.
La felicidad en las caritas de
mis hijos es un cuadro que permanecerá en mi retina por mucho tiempo.
Las palabras que me dedicaron
todas estas personas me hicieron sentir aún más fuerte en mi rol de madre.
Cuando nos tomamos el taxi
para ir a la terminal a tomar el micro que nos devolvería a casa, era de noche.
Las luces de la Peralta Ramos coronaban nuestro andar.
Lloré. Lloramos. y al llegar a
la terminal, antes de subir al micro, la mayor dijo: necesito algo para
apretar.
Esta vez fueron ellos los que
se eligieron el peluche que más le gustaba a cada uno, y otra vez, volvieron a
casa abrazados a sus nuevos compañeros en los grandes cambios , pero esta vez
con su nueva brújula , señalando quizás, nuevos horizontes y recordando que
siempre habrá un lugar al cual volver.