Recién iniciaba mi camino en la docencia cuando fue el atentado a la AMIA. Fue un viernes. El lunes comenzaban las clases luego del receso invernal. Planifiqué esa primer clase con todo el amor que lleva una maestra de 23 años a sus niños.
A media hora de haber empezado el día laboral, me encontraba
con mis alumnitos explicándoles qué era un símbolo: y en el pizarrón estaba el símbolo de la paz. Entra
la directora con una niña de impecable guardapolvo blanco, gringuita con carita
temerosa. Se paran a un costado del salón mientras seguía mi explicación: este
dibujito lo entienden todas las personas del planeta, hablen el idioma que
hablen, todas saben que significa PAZ.
Al retirarse la directora y la niña, pregunto qué pasaba.
Esta niña se llama Eva. Viene de Paraguay, hace unas semanas perdió a su mamá
en manos de su papá. Su tía la fue a buscar al monte y le dieron la guarda. No sabe
ni una sola palabra en castellano, jamás fue a la escuela, tiene 8 años, estamos viendo en qué grado la
anotamos. No terminó de hablar y le dije: “la quiero yo”!
Al día siguiente Eva era mi alumna.
Pasamos un año entre sonrisas y caricias. Intentando ambas
comunicarnos con palabras, lo intentamos, algo logramos, yo hablaba y señalaba, ella asentía; ya no decía mariposa, decía PANAMBÍ y ella sonreía, pero jamás le escuché
la voz, sólo su nombre completo le oí decir.
Siete años después, al fallecer mi hermana, recibo cartitas
de ese grupo de alumnos, dándome las condolencias como sólo saben hacerlo los
chicos-devenidos en adolescentes-, esas palabras que alivian el alma. Y entre
tantas aparece la de Eva, que en perfecto castellano y sin una sola falta de
ortografía, me cuenta que me recuerda como su segunda mamá. Que fui durante ese
primer momento del gran cambio, la contención que ella necesitaba. Que estaba
muy agradecida por todo lo que le brindé, y que su gran pesar era que nunca me
lo había podido decir.
Por estos días, en que miro a mis hijos y pienso que son de
los pocos a los que no tuve la posibilidad de participar en su alfabetización, me
encuentro dándole una mano a Casi Mamá, que tiene un pequeño de 8 años que no
sabe las vocales. Pienso en cómo ayudarla e intento explicarle que la
aproximación a la lecto-escritura se trata de visibilizar los beneficios de dar
y recibir palabras.
Eva mujer, en algún lugar debe tener esa paz que aprendió
intuitivamente, en su primer clase. Poder hablar, poder escribir, poder leer,
debe ser el acto de amor más humano que tiene nuestra especie, pienso yo, que
hoy me encuentro volviendo a mis raíces. Como esta imagen de mis niños, sin
palabras y diciendo tanto!